Sunday, June 24, 2007

Llanto es nombre de escritor




La vida no conoce a nadie. Que se lo digan a Baldomero Fernández. La tarde del 16 de Mayo de 1920 conoció la tragedia la plaza de toros de Talavera de la Reina. El toro “Bailador”, de la ganadería de la Viuda de Ortega, hirió de muerte a Joselito. Alternaba esa tarde con su cuñado, Ignacio Sánchez Mejías: “No hubo príncipe en Sevilla/ que comparársele pueda,/ ni espada como su espada,/ ni corazón tan de veras” (García Lorca). Olé. Acabada la última faena de la tarde don Ignacio acudió a la enfermería y vió como se moría Joselíto: “Llora, Giraldilla mora,/ lágrimas en tu pañuelo./Mira cómo sube al cielo/ la gracia toreadora…”.(Alberti) Qué pena tan grande. La fortaleza de ánimo del amigo de los poetas se quebró. Ayudar a Sánchez Mejías en esos momentos era ayudarse a uno mismo, contaba el gran Corrochano. Las cuadrillas, hombres hercúleos vencedores de tantos lances caprichosos de la vida, hechos a la brega con los toros y a las emociones trágicas, lloraban como niños. Y en eso que Baldomero Fernández con su cámara inmortaliza el dolor. Ignacio velaba el cadáver de Joselito. Frente a la serenidad y paz del ídolo que vuela buscando nuevos campos con sus ojos cerrados y su rostro pleno, la imagen absoluta del desconsuelo: la sien apoyada en su mano izquierda, y con la derecha acaricia a quien tanto quiso. La vida y la muerte fueron en esa instantánea Ignacio y Joselito. Baldomero se quedó con el olvido. Y que más da.
Francisco Cortés “Pacurrón” ha muerto recientemente y yo no he encontrado mano para apoyar mi sien y acariciar su rostro. ¡Qué pena más grande! En el mundo de los toros hay mucho de mentira y algo de verdad. La verdad se encuentra en pocas muletas y en algunos hombres de bien que rodean este esquivo mundo. Muy pocos dicen la verdad en los tercios y menos aún son los que la cuentan. Para escribir sobre el mundo del toreo hay que hacerlo desde la pena y el desasosiego. La verdad es amiga de la pena. Así Pacurrón desde su inmenso corazón decía verdades como puños, que a algunos molestaron y a otros les salvaron la vida. Mi pena fue conocerlo tarde. Mi amigo Diego Maldonado se equivocó hace dos años invitándome a participar en el jurado del premio “Capote de paseo”. Tanta sabiduría reunida asusta al que comienza a sorprenderse con los toros, y alguna vez con los toreros. Allí conocí a Pacurrón, a don Manuel Alcántara, a don Eugenio Chicano, a don Francisco Galdón, a don Alejo García, a don Juan Ortega, a don Juan Ramón Romero y a tantos otros. Mi relación con Pacurrón fue tierna. Una mañana de verano del año pasado me visitó con su mujer, doña Isabel, y le fastidié la feria. Se quedó ingresado en el hospital de mis amores, pero nadie quiso olvidarse de él en el callejón de la Malagueta. Nos reencontramos en Ronda, en la víspera de la goyesca, y nos fundimos en el abrazo que pueden darse dos hombres que se quieren y no tienen cojones a decírselo. No hace mucho volví a hablar con él sobre temas de intendencia médica, no quería despegarse del médico de toda su vida y procuré subsanar esa injusticia. Y en eso, que me dicen que ha vuelto a mi hospital. Y yo no fui capaz de encontrar el hueco que necesitaba mi amigo, que necesitaba yo para encontrarme con él, y en eso que viene el último toro de su vida. Y yo que me muero de pena de no haberme despedido de él. Maldita vida esta. Perdóname amigo. No permitiré que el olvido te acompañe a ti como a Baldomero Fernández, juglar de los ruedos.
Pasados los días y rezando por el descanso eterno de su alma recordé las conocidas frases de Rilke: “Oh Señor, da a cada uno su muerte propia, una muerte que derive de su vida. La gran muerte que cada uno lleva en sí- es el fruto en torno al cual todo gravita”.
Llanto es nombre de mi cobardía, pero también puede ser nombre de escritor, y de los buenos como tú fuiste Francisco Cortés “Pacurrón”. Dios te guarde en su gloria.