Wednesday, November 09, 2005

Odense no tiene quien le escriba


Dinamarca descansa sobre el mar. Qué mejor forma de existir que en una multitud de islas. Los daneses son los andaluces de las tierras nórdicas. Claro, ahora los entiendo cada vez mejor.
Cuarenta días en Dinamarca. Esos fueron exactamente los que estuve el año pasado allí. Tan pocos, tan maravillosos, tan plenos.
Copenhague, el día anterior a mi llegada, había casado a su heredero. Así que cuando comencé a transitar por sus calles, éstas tenían un encanto añadido al habitual. La primavera estaba siendo generosa, y había flores por doquier.
Mi primera sorpresa. Al lado del ayuntamiento de la capital danesa, en un entorno maravilloso, encontré la figura de Hans Christian Andersen. Sentado y con la mirada perdida. En su mano derecha un libro y en la izquierda un bastón. Por supuesto, con su sombrero. Tras la foto de rigor, me cachis. Yo no recordaba, o mejor no sabía que el autor de “El soldadito de plomo”, mi cuento preferido de la infancia, era danés. Yo que me las daba de culto entre mis anfitriones, pues la primera en la frente.
Ahí no quedó la cosa. Debía pasar una temporada en la región de Funen. Mi viaje de Copenhague a Odense, capital de Funen, fue un relato en tren. Pasé de una isla a otra por un magnífico puente, el conocido “Storebaeltsbroen”. Los puentes en Dinamarca nos alejan de las hadas y la fantasía, pero nos acercan a las personas. Y no sé qué es mejor y qué es peor. Dos semanas debía permanecer en el Odense Universitetshospital. Érase una vez un bosque que se encontró en su interior a un hospital. O sea. Otro día les contaré mi experiencia sanitaria allí.
Odense fue mi segundo encuentro con lo escaso de mi cultura literaria, que pretendía de forma denodada disimular. Una prueba mayor de humildad fue conocer que Odense era la ciudad natal del señor de los cuentos de mi niñez.
Llegué por la tarde a la capital de Funen. Me esperaba mi protector danés, Peter Ekkelund. Me acompañó al hotel. Como buen español, tenía pensado descansar algo, para posteriormente ayudar a mi ropa a ganar la batalla de las arrugas y el orden. Claro, tenía que deshacer mi maleta y habitar el armario de mi habitación del Hotel “Domir”. Pero nada de nada. Peter esperaba ansioso y sólo me dejó unos minutos. No podía pasar de esa tarde, tenía que mostrarme lo más atractivo de Odense. Eso es muy danés, y Peter es más danés que “Vicky el vikingo”.
Nuestra primera parada fue en la H.C. Andersen Barndomshjem, o sea la casa natal del escritor universal. La zona era espectacular, un barrio que no es que fuera de cuento, sino que era un cuento en sí. Mi cicerone me comentó que esa zona era hace años de las peores de la ciudad. Tras años de restauración, se ha convertido en una de las zonas mejor cuidadas y más caras de Odense. Si Andersen levantara la cabeza. Su casa humilde, no sólo era un lugar de peregrinación, sino centro del barrio más “chic” de su ciudad. Desde aquella tarde, una promesa: todas mis jornadas en Odense debían encontrar un tiempo para Andersen. Era algo así como la penitencia del ignorante atrevido. Mi pago y mi recompensa, mi reencuentro con mi niñez.
Este año, en el que se cumplen dos cientos años del nacimiento de H. C. Andersen (2 de Abril de 1805) estoy obligado a escribir sobre él. Sin lugar a dudas, es una deuda pendiente.
Mi estancia en Dinamarca no me ha dado para leer en la lengua original a Andersen, pero sí me ha animado para comprarle a mi hijo Alejandro la colección de cuentos del escritor danés que me hicieron tan feliz cuando fui niño.
He leído mucho en este año emblemático sobre Andersen, pero fundamentalmente he vuelto a leer mucho de Andersen. Mi hijo todavía no sabe leer, así que no me queda más remedio que leer yo los cuentos.
Mi cuento favorito es “El soldadito de plomo”, que no entendía de niño, y que aun sigo sin comprender. Qué mas da, es maravilloso.
Los orígenes humildes del escritor danés, su poco agraciado físico, su vida difícil en sus inicios, para muchos marcan y definen la literatura del danés universal. Parece ser que para ser buen escritor hay que ser pobre, feo e incomprendido. ¡Qué tontería más grande! Si no sólo miren a su compatriota Karen Blixen, autora de “Memorias de África”.
Los nórdicos entienden muy bien a los niños, porque no dejan nunca de ser niños. Aquí nos pasa al contrario, no dejamos nunca de ser adultos. La fantasía y la magia son habituales en sus vidas.
Andersen, como buen danés viajó y vivió mucho. La boina la dejó pronto. Tanto viajó que incluso acudió a España. De su estancia en Málaga escribe: “En ninguna otra ciudad española he llegado a sentirme tan dichoso y tan a gusto como en Málaga. Un propio modo de vivir, la naturaleza, el mar abierto, todo cuanto para mí es vital e imprescindible, lo hallé aquí; y algo todavía más importante: gente amable”. Gracias hombre.
Y una tercera clave para entender a Andersen es que no le cegó su éxito tardío. Continuó escribiendo hasta muy poco antes de morir.
Fantasía, viajes y humildad, definen en parte al hijo del zapatero.
Para ser buen escritor solamente hay que escribir bien. Si se quiere ser un escritor bueno se necesita algo más. “Deseo vivir para ser capaz de escribir algún día” relataba Giacomo Casanova, protagonista de la novela “La amante de Bolzano” del escritor húngaro Sándor Márai.
La experiencia no hace al escritor. La vida espera al escritor. Si el vivir es anterior al pensar, el pensar precederá algún día al vivir. H.C. Andersen fue un buen escritor y un escritor bueno. Ese sigue siendo su mérito y su atractivo.
Quedó huérfano muy joven, pero desde su muerte Odense no tiene quien le escriba.

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